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Trabajos premiados de Jorge J. Fernández Sangrador

¿Religión de débiles?

Jean Birnbaum es un periodista francés que dirige, desde 2011, “Monde des livres”, la sección bibliográfica del diario “Le Monde”. Acaba de publicar un libro que lleva por título “La religión des faibles. Ce que le djihadisme dit de nous” (La religión de los débiles. Lo que el yihadismo dice de nosotros). Es la continuación del que sacó a la luz en 2016 sobre el mismo argumento: “Un silence religieux. La gauche face au djihadisme” (Un silencio religioso. La izquierda ante el yihadismo).

El 13 de junio de 2016, Larossi Abballa ejecutó, en nombre del Estado Islámico, a una pareja de policías, Jean-Baptiste Salvaing y Jessica Schneider, que se hallaban juntos, en su propio domicilio, en París, en presencia del hijo de ambos, Matthieu, que contaba, en ese momento, tres años. El asesino explicó los motivos que lo indujeron a hacerlo en la grabación que difundió a través de las redes sociales. La perorata duró un cuarto de hora aproximadamente y concluyó con la cita de un hadiz mahometano: «El creyente es un espejo para el creyente. Lo protege de la ruina y guarda su espalda». Y añadió, refiriéndose a los infieles: «Vosotros hacéis todo lo contrario: nos exponéis a la desgracia».

 

La sentencia islámica evocada por Larossi Abballa fue recibida por Birnbaum como si se le hubiera entregado un talismán y, desde la observación del mutuo reflejo especular, ha emitido un diagnóstico de lo que está aconteciendo en la Europa que tiene que habérselas con el yihadismo. Es el que figura en los dos libros arriba mencionados.

La pregunta que el autor se formula ante ese espejo al que aludía Abballa es ésta: ¿Qué imagen de nosotros mismos nos reenvía la confrontación con el radicalismo islámico imperante en Europa? Según él, la de una creencia débil. Y afirma esto refiriéndose, no al cristianismo, en el que se funda nuestra civilización, sino a esa suerte de religión laica que es la izquierda más intelectual de Occidente, en la que Birnbaum se inscribe.

La izquierda que no denunció deliberadamente los crímenes del estalinismo, ahora tampoco lo hace con los causados por el terrorismo islámico, aseverando, por una parte, que el islamismo no tiene nada que ver con el islam (el denominado “nada-que-verismo”), y, por otra, que el yihadismo es una reacción al colonialismo y a las vejaciones infligidas a Oriente por parte de Occidente, no solo en los territorios históricos del islam, sino también en las ciudades de Europa en las que los musulmanes acusan al sistema de no dispensarles una consideración equiparable a la de otros grupos étnicos o religiosos.

Mas el yihadismo no ataca a Occidente por lo que haya hecho en el pasado o esté haciendo en el presente, sino simplemente por lo que es. No aspira a integrarse en el marco de convivencia democrática, ni tampoco a constituirse en una fuerza más en el conjunto de aquellas que componen la sociedad plural, sino que se propone como objetivo único, incuestionable e irrenunciable, el erigirse a sí mismo en la sola alternativa posible respecto a todas las demás existentes o previsibles.

Conviene, a este respecto, recordar las palabras de Bin Laden en la “Declaración del Frente islámico mundial para la yihad contra los judíos y los cruzados” de 1998: «No os desaniméis ni estéis tristes, ya que seréis vosotros los creyentes, los superiores, quienes ganaréis». En sus proclamas no dejaba nunca de contraponer la bravura de los “leones” musulmanes, cuya fuerza es la fe en Alá, a la de los “mulos” afeminados de Occidente, castrados por esa “religión pagana” que es la democracia.

Sin embargo, en ese mundo feble de creencias y sistemas de organización social, emergen algunas figuras que, precisamente por ser víctimas de la violencia yihadista, se yerguen vigorosas en su aparente debilidad. Así, por ejemplo, los diecinueve mártires de Argelia, beatificados el pasado 8 de diciembre en Orán. En el grupo había dos agustinas misioneras españolas: Caridad Álvarez y Esther Paniagua. De ésta, que trabajaba en un hospital de Argel, los pacientes musulmanes decían que era «su ángel».

El por entonces embajador de España en Argelia, Javier Jiménez-Ugarte, les había pedido que abandonasen, por su seguridad, el lugar en el que trabajaban. Tras haber reflexionado y orado para saber qué era lo que debían hacer, decidieron quedarse, para seguir atendiendo, en los centros de la Media Luna Roja, a los niños, mujeres, ancianos y enfermos en general que precisaran de su ayuda. Eran conscientes de que, con esa decisión, ponían en grave riesgo sus vidas. Y así fue: las asesinaron, cuando iban a misa, el 23 de octubre de 1994.

La misión diplomática española se mantuvo abierta durante todo aquel período de terror y sangre derramada. Si las personas que prestaban su servicio en ella hubieran salido del país, la ciudadanía lo habría comprendido. En cambio, permanecieron en su puesto. Y el embajador Jiménez-Ugarte dio razón del porqué: «El mérito lo tienen las agustinas. Conocíamos el discernimiento que habían hecho y que habían decidido quedarse. Por eso nos quedamos nosotros también. Pienso que si hubiesen decidido marcharse, yo hubiese recomendado cerrar el consulado».

Y ante aquella determinación valiente de las monjas, y dada la difundida opinión de que la religión es un refugio para inseguros, o una superstición a abatir, o una estructura de dominio sobre las conciencias, cabe preguntarse: ¿era, la suya, una religión de débiles? Ciertamente, no. Ellas eran más bien el espejo, aquel del que hablaba Larossi Abballa, en el que todos podían, y pueden aún, mirarse, creyentes y no creyentes, católicos y musulmanes, y contemplar, en él, la mirada dulce de un amor que es más fuerte que la muerte.

Publicado en La Nueva España, domingo 16 de diciembre de 2018, pp. 72-73

 

Religión y libertad

Asia Bibi, jornalera campesina, pakistaní y católica, tuvo la audacia de llevarse a los labios una taza de latón con agua, para apagar la sed que sentía tras horas de duro trabajo bajo un sol de justicia, convirtiendo, de este modo, el cacharro en un objeto impuro, según las leyes de Pakistán, que no toleran que los infieles beban del mismo recipiente que los musulmanes.

Sus compañeras le dijeron que, para que su falta no le ocasionase problemas con las autoridades, se convirtiera al islam, pero ella se negó. «Jesús murió en la cruz por los pecados de la humanidad; ¿qué ha hecho Mahoma por vosotras?», alegó.

Alguien le fue con la historia a un imam, y, tras acusarla con falsos testimonios, Asia Bibi fue condenada, por blasfemia, a muerte. Las fuertes presiones internacionales, sin embargo, pararon el proceso, aunque estuvo en prisión durante nueve años, en unas condiciones higiénicas deplorables. La mantuvieron totalmente aislada, para evitar que fuese envenenada.

«Yo no soy una criminal, no hice nada malo. He sido juzgada por ser cristiana. Creo en Dios y en su enorme amor. Si el juez me ha condenado a muerte por amar a Dios, estaré orgullosa de sacrificar mi vida por él», confesó ella a uno de los abogados intervinientes en la causa judicial.

En la cárcel, una funcionaria cristiana le enseñó a leer valiéndose de los textos de la Biblia, en la que, durante los nueve años de presidio, halló luz y esperanza. Fue liberada a finales de 2018. Actualmente se halla en paradero desconocido, a la espera de que el caso quede completamente cerrado.

El pasado martes, 15 de enero, en la sesión plenaria del Parlamento Europeo, en Estrasburgo, fue aprobada una “Resolución sobre las Directrices de la Unión Europea para la promoción de la libertad de religión o creencias fuera de la Unión”. Esto sucedió el día anterior a la intervención, en aquel mismo foro, de Pedro Sánchez Pérez-Castejón, presidente del Gobierno de España, sobre el futuro de Europa.

En la Resolución se pide a las autoridades pakistaníes que garanticen la seguridad de Asia Bibi y de su familia, y se insta a las saudíes a que dejen libre al bloguero Raif Badawi, acusado de insultar al islam y de apostasía, y condenado a recibir, en la cárcel, centenares de latigazos. El Parlamento Europeo trata de atajar con esta Resolución los atentados contra la libertad religiosa fuera del ámbito comunitario. Sin embargo, hay quien considera que, en Europa, tampoco se está respetando plenamente ese derecho.

En efecto, la organización Puertas Abiertas ha publicado esta semana la Lista Mundial de la Persecución 2019, en la que se ofrecen cifras espeluznantes. En el mundo, doscientos cuarenta y cinco millones de cristianos son intimidados, encarcelados o asesinados por su fe en Cristo, especialmente en Asia y África, pero también en América. Y según Ted Blake, director de Puertas Abiertas España, el secularismo en Europa está siendo cada vez más agresivo contra el cristianismo, aunque sin llegar a los niveles de violencia existentes en Asia y África.

Es, por tanto, de especial importancia el que se cumplan las exigencias del punto 23 de la arriba citada Resolución del Parlamento Europeo, en el que se pide que haya programas de formación en hecho religioso e historia de las religiones pensados para diplomáticos y funcionarios de la Unión, y que las iglesias colaboren en el desarrollo de esta iniciativa, pues, ciertamente, sin una comunicación directa con los protagonistas del día a día en las comunidades cristianas, las ideologías irreligiosas instaladas en tantos organismos de la vida política, parlamentaria y gubernamental, no harán sino incrementar el distanciamiento cognitivo y afectivo entre las instituciones públicas y el cristianismo.

La Nueva España, domingo 20 de enero de 2019, p. 35

 

Luigi Sturzo

Italia ha recordado, en estos días, el instante en el que el sacerdote siciliano Luigi Sturzo dio a conocer el programa del Partido Popular Italiano (PPI). Fue el 18 de enero de 1919. La llamada que hizo, en ese día, desde el céntrico y romano Albergo Santa Chiara, a los “fuertes y libres”, constituye un hito importante en la historia de la política y de la democracia italianas, como lo han puesto de relieve los actos conmemorativos que han tenido lugar, durante la semana pasada, en todo el país.

Don Luigi Sturzo nació, en 1871, en Caltagirone (Catania). Estudió en los seminarios de Acireale, Noto y Caltagirone. Fue ordenado sacerdote en 1894. En Noto, el obispo diocesano, Giovanni Blandini, les decía a los seminaristas que las protestas ante las injusticias sociales debían ser activas, fuertes, determinantes y constructivas. Ni resignación ni inactividad. Era la primera vez en su vida que el joven Sturzo oía hablar en esos términos.

Durante la estancia en casa de un familiar, cayó en sus manos un libro sobre la “Opera dei Congressi”, una organización católica creada para defender la Iglesia y las obras sociales de ésta. Le causó tal impresión que, desde entonces, no dejó de pensar en qué habría que hacer para que los católicos lucharan organizadamente contra la pobreza que padecía la mayor parte de la población de Sicilia. Con el paso del tiempo, llegó a ser el más grande defensor y organizador de la lucha de los campesinos de la isla, dramáticamente subyugados y afligidos por anacrónicos regímenes rurales, en defensa de sus derechos sociales.

Los obispos, por lo general, echaban la culpa de todos los males a la creciente descristianización, al anticlericalismo de los intelectuales, a la relajación de las costumbres, a la pérdida de poder eclesiástico, a la revolución liberal y al nuevo Estado italiano. Lo de siempre. Sin embargo, algo nuevo y grande se estaba gestando en sectores del catolicismo italiano, como se hizo patente, en 1891, con la publicación de la encíclica “Rerum novarum”, sobre el trabajo, del Papa León XIII.

La lectura de este documento pontificio haría ver a don Luigi que las ansias inapagables que inflamaban su ser íntimo y lo impelían a dedicarse a la política, aun siendo sacerdote, se correspondían con una vocación eclesial indubitable. Y se entregó plenamente a ella. «Un sacerdote no estaba fuera de su misión al intervenir. Y esto porque el Partido Popular, evitando el título de católico y manteniéndose fuera de la dependencia de la jerarquía, se basaba en la moral cristiana y en la libertad», comentó en 1938.

La obra escrita que dejó a su fallecimiento, en 1959, era inmensa. Con el fin de que sus cartas, manifiestos, artículos y libros no se desperdigasen, ya en 1951 se había creado el “Istituto Luigi Sturzo”. En la sala Giovanni da Udine del palacio renacentista Baldassini (1515-1518), sede del Instituto, están archivados los papeles de don Luigi, bajo la bóveda que De Udine decoró con grutescos entre 1517 y 1519.

La mole de pensamiento puesto por escrito indica la intensidad, el rigor y el método que acompañaron la acción meritoria y fecunda de aquel sacerdote de Caltagirone, en el que, al igual que en otros inspiradores de la cosa pública en Europa, el genio político y el estro literario se entrelazaban fértiles, y en los que, alzándose por encima de cualquier otra cualidad o capacidad, la altura moral les ha conferido esa autoridad que emana de la persona cuando ésta es íntegra, atenida indefectiblemente a la verdad, despojada de cualquier interés particular y atenta siempre a las necesidades de los demás. «Jamás las solas fuerzas económicas o los solos propósitos políticos han podido influir en la psicología de los pueblos europeos sin el aguijón, el empuje y la ayuda de las fuerzas morales», dejó escrito don Luigi Sturzo, en 1929, para la posteridad.

 

La Nueva España, domingo 27 de enero de 2019, p. 33

 

Algoritmos y ética

Brad Smith, presidente de Microsoft, ha visitado al Papa Francisco en el Vaticano. Durante el encuentro, el jefe de la imponente compañía tecnológica multinacional le dijo al Pontífice, refiriéndose a esta etapa crucial de la historia, en la que han sido creadas inteligencias artificiales: «Es preciso que se alce una voz humana, alta y con autoridad, como es la de la Iglesia». Y Francisco añadió: Una voz que «recupere palabras que están en riesgo de caerse del diccionario, como ternura, caricia o fraternidad».

El presidente de Microsoft manifestaba así el deseo de que exista una instancia moral que no cese de recordarle a la humanidad cuál es su naturaleza propia, que no deje de repetir lo importante que es el que se establezcan relaciones bien fundamentadas sobre el ser mismo de la persona, que no se canse de proclamar, en medio de los vaivenes de los ciclos históricos, que la conciencia, la libertad, la esperanza y el amor, son sillares de un santuario que irradia una luminosidad inapagable en el interior de cada ser humano, es decir, de todos simultáneamente y siempre.

Smith ha confesado, en la visita al Vaticano, su preocupación por el aislamiento que se está produciendo no sólo en las personas, aun cuando se hallen conectadas entre sí por medio de la tecnología («todos conectados y, sin embargo, todos solos», dijo), sino también en las instituciones e incluso en los estados. Impera por doquier una inexplicable voluntad de repliegue frente a los otros, cuando, en realidad, tendría que estar acaeciendo lo contrario, ya que la tecnología ha tejido en buena medida el fenómeno contemporáneo de la globalización. Se da, pues, según él, un extraño binomio de hiperconexión e hipocomunicación.

Sin embargo, cuando se habla de ética e inteligencia artificial, el discurso sobrepasa a otras consideraciones de orden moral sobre el uso o abuso de la tecnología o la inhumanidad de las máquinas. Aunque, curiosamente, en Japón, hay ancianos que prefieren que los acompañe un robot antes que un cuidador humano, pues con el androide no se sienten ni sojuzgados ni cohibidos. Y, en el quirófano, los robots van acreditándose como mejores cirujanos que los médicos, sobre todo en el tratamiento de lesiones en la columna vertebral.

Y es que la humanidad se encuentra ante una etapa completamente nueva para ella, ya que los cambios se están realizando en la especie misma. Y en esto ejercen una función preponderante las inteligencias artificiales. Éstas operan desde los datos incontables que se hallan a su disposición de múltiples maneras y proveniencias, pero no son inmunes al error. Son constitutivamente falibles. Por lo que cabe formular algunas preguntas de índole moral.

Por ejemplo, las máquinas pensantes y aprendientes a su manera, ¿cómo van a gestionar sus propios fallos y a reparar los daños infligidos a la dignidad, la igualdad o la felicidad de la persona vejada?, ¿quién las dotará de los principios desde los que han de dirimir sus propias elecciones, que tendrán, al igual que le sucede al hombre, repercusiones insoslayables?, ¿en que se basarán para establecer qué es lo bueno, lo malo o lo mejor?, ¿dejarán espacio a la libertad humana para que ésta se subleve ante el determinismo de los datos y pueda declararse autárquica frente a un sistema absolutamente regulador?

En la medida en la que se vayan asignando cometidos que requieren capacidades humanas, en cuanto a la comprensión, el juicio, el discernimiento, o la autonomía, a sistemas que pretenden ser inteligentes y cognitivos, habrá también que definir el valor de ese tipo de conocimiento, que consiste básicamente en conectar datos, y evaluar su capacidad real para ejercer acciones equiparables a las humanas, cuya grandeza consiste no tanto en el obrar omnipotente cuanto en dar sentido a lo que se hace. Son, en suma, las cuestiones epistemológicas y teleológicas de toda la vida, solo que transferidas ahora a aparatos.

No parece, sin embargo, que estos interrogantes de carácter filosófico sean apreciados por el gremio de ingenieros IA (inteligencia Artificial), frenéticamente entregados a la construcción del universo que han de compartir hombres y máquinas. Pero lo cierto es que todo el mundo tendrá que aprender el nuevo lenguaje de la era digital, regulada por algoritmos, y a verter el de los valores morales en el de los números. Habrá, pues, que aguardar a que exista una “algoritmo-ética” y aspirar a que las máquinas lleguen a dudar de sí mismas, pongan lo humano en el centro y alcancen aquella única cima desde la que se columbra la extensa planicie de la sabiduría: la humildad. En ellas, la “humildad artificial”.

 

La Nueva España, domingo 24 de febrero de 2019, p. 28

 

 

Hiperrural

El senador Alain Bertrand escribió, en 2014, un informe sobre la “hiperruralidad” en Francia, dirigido a la ministra de Vivienda e Igualdad entre los Territorios en el Gobierno de Jean-Marc Ayrault. En el documento, el representante de la circunscripción de la Lozère explicaba el significado de ese concepto sociológico y enunciaba las acciones subsiguientes en los diversos órdenes que componen la vida de la ciudadanía en el ámbito rural, incidiendo en la desigualdad existente entre éste y el urbano o el metropolitano.

En el “rapport”, Bertrand sostenía que la noción de “ruralidad” no era unívoca, ya que existían diversas “ruralidades” (la agrícola, la paraurbana, la ecologista o la turística, entre otras) y centraba su atención en aquella que él denominaba “hiperruralidad”. Ésta, por su parte, se correspondería con otro fenómeno característico de nuestro tiempo: la hiperconcentración de la población en metrópolis y áreas urbanas que no dejan de desarrollarse tanto numérica como funcionalmente.

La movilidad creciente, la necesidad de empleo, los beneficios de la agrupación organizada o la seguridad física se hallan en el origen de las ciudades ya desde la antigüedad. El neolítico ha sido el período urbanita por excelencia. Y no hay nada que oponer al anhelo de mejoras en las condiciones de vida personales o grupales, al contrario, pero con éstas no tendría por qué sobrevenir un inexorable aminoramiento en las aplicaciones del derecho al bienestar integral de los ciudadanos de las áreas rurales, especialmente de las más afligidas a causa del éxodo de la mayoría de sus habitantes, porque, como se ha dicho más arriba, no son todas iguales en su “ruralidad”: las del litoral marino y las de alta montaña, las del centro y las de la periferia, las mineras y las ganaderas, las industriales y las agrícolas, las de la foresta y las del páramo.

Son hiperrurales aquellos lugares en los que reside poquísima gente y por lo general anciana; en los que no hay escuela, aunque correteen en la plaza algunos niños, ni dispensario, ni farmacia, ni cobertura para la telefonía móvil, ni internet, ni transporte público. La señal de la televisión es deficiente, los servicios de atención básica y los centros comerciales se hallan a treinta kilómetros. Están a punto de colapsar, si es que no lo han hecho ya, la techumbre de la iglesia y la de varias casas. Nadie se preocupa de ir hasta allí a retirar cuanto antes el tronco que derribó el viento y cayó sobre un camino, ni a reparar el socavón de la carretera, producido por una escorrentía durante las últimas lluvias torrenciales, ni a desbrozar las cunetas, ni a suplantar los árboles calcinados por un incendio provocado. Y todo así.

Los obispos de la región de Auvernia han asumido algunas de las observaciones y sugerencias del informe de Alain Bertrand, y han publicado, basándose en ellas, una carta pastoral que lleva por título “Espérer au coeur des mutations du monde rural” (Esperar en el corazón de las mutaciones del mundo rural). El vocablo inicial expresa, cual nota clave en una partitura, la tonalidad dominante: esperanza. Es lo que corresponde. Especialmente en la Iglesia, que ha de volcarse en la atención hacia las zonas hiperrurales con afecto, predilección, dedicación, imaginación y confianza. La Iglesia, más que nadie, ha de contraponer al anonimato, la cercanía; al aislamiento, la fraternidad; a la soledad, la comunión.

Por otra parte, señalan los obispos franceses, cuando haya que pergeñar planes de actuación, incidentes en zonas hiperrurales, será útil tomar en consideración, como principio que ayude al discernimiento, aquel que enunció el papa Francisco en la exhortación apostólica “La alegría del Evangelio” (222-223): «El tiempo es superior al espacio».

Esto significa que, por delante de las consideraciones de tipo geográfico (agrupaciones, delimitaciones, redistribuciones o reasignaciones territoriales), han de prevalecer las de carácter espiritual, pastoral, histórico, cultural y cuantas componen el acervo de bienes intangibles de los que han sido depositarios, durante siglos, un pueblo o una parroquia, ayer populosos, hoy hiperrurales: la memoria, la tradición, el folklore, la lengua, el refranero, la familia, la moral, la artesanía, la gastronomía, la ecología, la solidaridad y, por supuesto, la fe.

Hay que anteponer las personas, en su singularidad, a cualquier otra realidad de orden material, económico o estratégico. Y las que aún permanecen en los pueblos y aldeas, asistiendo impotentes y resignadas al ocaso de una civilización, sufren. En primer lugar, porque se desintegra un sistema de vida y de convivencia que contiene en sí milenios de forja; después, porque las está abandonando la Iglesia, desbordada por la amplitud de la misión y la disminución, no sólo en el número de sacerdotes y miembros de la vida consagrada, sino también de seglares con inquietudes apostólicas.

Ante esta situación crítica, los obispos de Auvernia han señalado tres acciones que consideran particularmente oportunas y de las que cabría imaginar un despliegue ulterior, así como múltiples actividades parciales, que han de realizar, en las comunidades hiperrurales, tanto los sacerdotes, los diáconos y los religiosos, como los seglares participativos en la Iglesia: hacerse presentes físicamente, desarrollar los vínculos de fraternidad eclesial y agudizar la creatividad pastoral.

No hay en esto nada de extraordinario, pero son los modos de siempre en la Iglesia, los suyos propios, y no otros, extraños a su praxis multisecular y contemporizadores, de los que el escritor Georges Bernanos decía: «Quien trata de reformar la Iglesia por los mismos medios con los que se reforma una sociedad temporal, no sólo fracasa en su empresa, sino que acaba infaliblemente encontrándose fuera de la Iglesia».

La Nueva España, domingo 3 de marzo de 2019, p. 65

 

Cultura martirial

Los lugares de los cristianos ocultos en la región de Nagasaki, en Japón, han sido declarados Patrimonio Mundial por la Unesco. Se trata de doce emplazamientos que se hallan en las Prefecturas de Nagasaki y Kumamoto, a las que san Francisco Javier y otros jesuitas llevaron el cristianismo a mediados del siglo XVI, con tales frutos apostólicos que, en el siglo XVII, a pesar de que la religión cristiana fue prohibida por Tokugawa Ieyasu, poderoso dirigente del país, hubo muchos fieles bautizados que siguieron practicándola clandestinamente hasta la segunda mitad del siglo XIX, en que fue levantado el veto.

Los cristianos ocultos mantuvieron la fe con un tesón y una perseverancia admirables: administraban el bautismo, estudiaban el catecismo, rezaban las oraciones con las que se santifican los momentos del día, observaban el calendario litúrgico, veneraban imágenes y frecuentaban los lugares de los mártires. Se reunían en bosques, parajes montañosos o en las inmediaciones de santuarios sintoístas, y algunos se refugiaron en islas alejadas de las más principales del archipiélago, para vivir la fe cristiana sin perturbaciones ocasionadas por el entorno.

Cuando las autoridades permitieron el regreso de los misioneros, éstos erigieron, en 1864, una catedral en Oura. Sabedores de su arribo, un grupo de cristianos ocultos se dirigieron a ellos, en 1865, para informarse sobre la validez del bautismo administrado durante el tiempo de la persecución y el escondimiento. Y fue así como se supo de su existencia.

De aquellos tiempos de vivencia heroica de la fe se conservan aldeas, casas, restos de iglesias domésticas, cementerios, inscripciones, imágenes y sitios martiriales. En el libro “In search of Japan’s Hidden Christians”, John Dougill relata el viaje que realizó por esos lugares; en la novela “Silencio”, Shusaku Endo introduce al lector en los dilemas de conciencia que se suscitaron en los misioneros y en los fieles durante las hostilidades contra el cristianismo, y Martin Scorsese, basándose en ella, dirigió la película que lleva ese mismo título.

¿Qué es lo que ha estimado la Unesco como un valor digno de ser apreciado por todo el mundo? La creación y el sostenimiento de una cultura, la cristiana, con sus dogmas, ritos y costumbres, que ha sido capaz de sobrevivir y desarrollarse, no sólo entre dificultades de carácter operativo, sino de una persecución terrible que no logró ni aniquilarla, ni desanimarla, ni desfigurarla. Al contrario, se mantuvo altamente creativa, siendo, a la vez, sumamente fiel al Evangelio y a las enseñanzas del catolicismo, aun con precariedad de medios y de posibilidades, y en el más absoluto anonimato.

Siempre ha sido así. El drama humano de la fe ha producido los más bellos poemas, narraciones y libros de la Biblia: los salmos de aflicción, los Cantos del Siervo, en Isaías; el libro de Job, los relatos de la Pasión de Cristo, las confesiones de debilidad paulina o los himnos del Apocalipsis.

Por otra parte, los panegíricos de los mártires han perdurado como piezas insuperables de la oratoria y de la poesía en latín, y las monumentales basílicas romanas, construidas para recordarlos, celebrar su triunfo e implorar su intercesión ante Dios, se hallan entre los edificios más hermosos que nos ha legado la Antigüedad.

Y es que el cristianismo, que es por naturaleza creador de cultura, muestra especialmente su incontenible potencial cuando es sometido a la prueba, la tentación, la persecución, el hostigamiento y el martirio: vía ancha y segura para acceder a la Vida plena, a la Felicidad que no se acaba y a la perfecta Belleza.

La Nueva España, domingo 14 de abril de 2019, p. 34

 

Libertad religiosa y bien común

La declaración conciliar “Dignitatis humanae”, sobre la libertad religiosa, fue aprobada el 7 de diciembre de 1965. No posee el altísimo rango de las constituciones dogmáticas del Concilio Vaticano II, pero es un exponente muy claro de lo que la Iglesia pretendía con la celebración de esa asamblea de todos los obispos católicos: redefinir el modo de hacerse presente en el mundo actual, en el que el pluralismo religioso y la cultura política democrática han devenido señas identificativas e incuestionables.

La Iglesia afirma rotundamente que todos los derechos radican en la centralidad de la persona humana. Creada por Dios, ésta trasciende al orden sociopolítico y no puede ser constreñida ni dirigida por nadie en las elecciones fundamentales de su existencia, especialmente las concernientes a la fe religiosa, que, aun en un contexto ateo, agnóstico, indiferente o adverso, se abre camino, no por medio de imposiciones o coacciones, sino por un imparable e irresistible dinamismo inherente a la verdad.

Han transcurrido casi 55 años desde la publicación de la “Dignitatis humanae” y los tiempos han cambiado. Es por ello por lo que la Comisión Teológica Internacional, un organismo adscrito a la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha elaborado un documento en el que aborda la cuestión de la libertad religiosa hoy. Se titula “La libertad religiosa para el bien de todos. Acercamiento teológico a los desafíos contemporáneos”.

La radicalización religiosa calificada de “fundamentalismo”, la neutralidad y el “totalitarismo mórbido” del Estado democrático liberal respecto a las confesiones religiosas, el relativismo ético, la proliferación de derechos subjetivos y la desfiguración de la idea misma de derecho, la marginación de la religión en la esfera pública, las transformaciones hacia la inanidad en la cultura humanística, la reducción de la democracia a mero formalismo procedimental, son algunos de los elementos que el documento de la Comisión Teológica Internacional considera como más representativos de este período de la historia.

Dicho lo cual, y aun cuando las circunstancias no sean favorables al desarrollo del hecho religioso, como en otros tiempos, o tal vez precisamente por eso, las religiones no pueden dejar de interrogarse acerca de su modo de estar en el mundo y su manera de presentarse ante las justas exigencias de la razón “digna” del hombre. Y no por una mera estrategia de contemporización interesada, para sobrevivir en un entorno declaradamente hostil, sino por lo que en verdad son y representan.

Un espíritu auténticamente religioso cultiva siempre la relación con Dios como un bien para los demás, y esta experiencia revierte siempre en los otros como una bendición: inductora de proyectos, inspiradora de realizaciones y revitalizadora de energías. Cierto es que han existido, como atestigua la historia, deformaciones, pero la categoría “conversión”, inscrita indeleblemente en la entraña del alma religiosa, no cesa jamás de hacerse presente de infinitas maneras: «Todos los días puedes morir y, a la vez, resucitar. Nada está perdido cuando todo está perdido», dice el pintor Marc Chalmé.

La religión auténtica no es factor de violencia, como lo ha puesto también de manifiesto otro documento de la Comisión Teológica Internacional, “Dios Trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia”. Al contrario, es factor de mediación y cohesión social, y contribuye, con humildad, sin delirios de omnipotencia, ni mesianismos mundanos, por medio de una sana y respetuosa colaboración con los Estados, y aportando su intrínseca especificidad, a que todas las naciones de la tierra convivan en paz.

La Nueva España, domingo 5 de mayo de 2019, p. 35

 

Libertad religiosa y bien común

La declaración conciliar “Dignitatis humanae”, sobre la libertad religiosa, fue aprobada el 7 de diciembre de 1965. No posee el altísimo rango de las constituciones dogmáticas del Concilio Vaticano II, pero es un exponente muy claro de lo que la Iglesia pretendía con la celebración de esa asamblea de todos los obispos católicos: redefinir el modo de hacerse presente en el mundo actual, en el que el pluralismo religioso y la cultura política democrática han devenido señas identificativas e incuestionables.

La Iglesia afirma rotundamente que todos los derechos radican en la centralidad de la persona humana. Creada por Dios, ésta trasciende al orden sociopolítico y no puede ser constreñida ni dirigida por nadie en las elecciones fundamentales de su existencia, especialmente las concernientes a la fe religiosa, que, aun en un contexto ateo, agnóstico, indiferente o adverso, se abre camino, no por medio de imposiciones o coacciones, sino por un imparable e irresistible dinamismo inherente a la verdad.

Han transcurrido casi 55 años desde la publicación de la “Dignitatis humanae” y los tiempos han cambiado. Es por ello por lo que la Comisión Teológica Internacional, un organismo adscrito a la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha elaborado un documento en el que aborda la cuestión de la libertad religiosa hoy. Se titula “La libertad religiosa para el bien de todos. Acercamiento teológico a los desafíos contemporáneos”.

La radicalización religiosa calificada de “fundamentalismo”, la neutralidad y el “totalitarismo mórbido” del Estado democrático liberal respecto a las confesiones religiosas, el relativismo ético, la proliferación de derechos subjetivos y la desfiguración de la idea misma de derecho, la marginación de la religión en la esfera pública, las transformaciones hacia la inanidad en la cultura humanística, la reducción de la democracia a mero formalismo procedimental, son algunos de los elementos que el documento de la Comisión Teológica Internacional considera como más representativos de este período de la historia.

Dicho lo cual, y aun cuando las circunstancias no sean favorables al desarrollo del hecho religioso, como en otros tiempos, o tal vez precisamente por eso, las religiones no pueden dejar de interrogarse acerca de su modo de estar en el mundo y su manera de presentarse ante las justas exigencias de la razón “digna” del hombre. Y no por una mera estrategia de contemporización interesada, para sobrevivir en un entorno declaradamente hostil, sino por lo que en verdad son y representan.

Un espíritu auténticamente religioso cultiva siempre la relación con Dios como un bien para los demás, y esta experiencia revierte siempre en los otros como una bendición: inductora de proyectos, inspiradora de realizaciones y revitalizadora de energías. Cierto es que han existido, como atestigua la historia, deformaciones, pero la categoría “conversión”, inscrita indeleblemente en la entraña del alma religiosa, no cesa jamás de hacerse presente de infinitas maneras: «Todos los días puedes morir y, a la vez, resucitar. Nada está perdido cuando todo está perdido», dice el pintor Marc Chalmé.

La religión auténtica no es factor de violencia, como lo ha puesto también de manifiesto otro documento de la Comisión Teológica Internacional, “Dios Trinidad, unidad de los hombres. El monoteísmo cristiano contra la violencia”. Al contrario, es factor de mediación y cohesión social, y contribuye, con humildad, sin delirios de omnipotencia, ni mesianismos mundanos, por medio de una sana y respetuosa colaboración con los Estados, y aportando su intrínseca especificidad, a que todas las naciones de la tierra convivan en paz.

La Nueva España, domingo 5 de mayo de 2019, p. 35

 

Con las gentes del mar

El 4 de octubre de 1920 se constituyó, en Glasgow, una obra de la Iglesia católica dirigida a servir a los trabajadores de los puertos marítimos o a los que se hallan a bordo de las embarcaciones, así como a sus familias: el Apostolado del mar.

Anteriormente, la Sociedad de San Vicente de Paúl había abierto diversos centros para la asistencia de los marinos católicos en distintos puertos de Europa, América y Oceanía, y el obispo italiano Giovanni Battista Scalabrini había confiado a algunos sacerdotes la misión de acompañar a los emigrantes que se dirigían en barco a América y destinado a otros, como capellanes, a los puertos de Génova y Nueva York.

En Londres, a su vez, fue creado un comité, dentro de la Sociedad católica de la verdad (Catholic Truth Society), que debía proveer de libros formativos a los tripulantes de los barcos de la marina real, mercante, pesquera y hospitalaria, mientras que, en Francia, los Agustinos de la Asunción fundaron la Société des Oeuvres de Mer.

Fue, sin embargo, un jesuita, John Gretton, quien, en 1895, abrió una sección del Apostolado de la oración dedicada al Apostolado del mar, y otro jesuita, Joseph Egger, quien inauguró, en 1899, un centro del Apostolado del mar en el puerto de Clydeside, que se mantuvo sumamente activo hasta 1907.

Años después, el 4 de octubre de 1920, un grupo de personas reunidas en Glasgow reactivaron aquella obra del Apostolado del mar y le asignaron, además de la de orar, las funciones de asistencia social y de formación espiritual y moral, confiriéndole la fisonomía que actualmente conocemos.

En esa misma ciudad de Escocia tendrá lugar, desde el 29 de septiembre hasta el 4 de octubre de 2020, el congreso internacional con el que serán clausurados los actos que, a partir de la semana que viene, se celebrarán en todo el mundo. Téngase en cuenta que el Apostolado del mar se halla presente en 261 puertos de 55 países y cuenta con más de 200 capellanes y centenares de voluntarios al servicio de los navegantes y de sus familias.

Ángel Cuartas Cristóbal, seminarista mártir, beatificado el pasado mes de marzo en la catedral de Oviedo junto con otros compañeros igualmente mártires, pertenecía a una de esas familias que viven en el mar y de la mar. Era de Lastres. Su hermana Elvira contaba que lo llevaba de noche con ella, cuando llegaban las barcas, para que la ayudase en el proceso de tratamiento del pescado, al que se dedicaba una empresa radicada en Lastres, antes de introducirlo en las latas de conserva.

Eran humildes y necesitaban el dinero. Todos tenían que arrimar el hombro para poder sobrevivir. Él, con tan solo 11 o 12 años, también, y cuando volvía desde el Seminario de Valdediós a Lastres, para pasar las vacaciones en casa, iba a la mar con su padre. «Era un miedoso, porque nada más que había un poco de viento se agarraba al banco donde iba sentado», declaró su hermana en el proceso de beatificación. El adolescente Ángel sabía bien cuáles eran los riesgos que corrían los pescadores cuando salían a faenar a la mar.

Y es que la vida de los navegantes puede parecer atractiva porque se viaja y se conocen lugares nuevos, pero la realidad es que, en alta mar, pasan temporadas increíblemente largas lejos de sus familias, sin salir del barco; tienen dificultades para la comunicación a causa de la variedad de nacionalidades y culturas a bordo, surcan aguas controladas por piratas y padecen injusticias infligidas por empresarios o por la aplicación de leyes supranacionales claramente perjudiciales para sus intereses.

Es, en fin, una brega dura, y en ocasiones fatal, en la que nunca faltan, sin embargo, la presencia, el aliento y el amparo de ese Santo Cristo que sabe de zarandeos provocados por una galerna y cuya imagen han portado las olas hasta el rebalaje de la playa. Y ya en su ermita, desde el lugar en el que escucha las súplicas de quienes acuden a él, desesperanzados de recibir cualquier otra suerte de socorro que no sea el suyo, ese Santo Cristo, con amorosa providencia, conforta y auxilia, sabedor de todas sus cuitas, a las gentes del mar.

La Nueva España, domingo 29 de septiembre de 2019, p. 43

 

Sembrador de paz

El Premio Nobel de la Paz 2019 ha sido otorgado a Abiy Ahmed Ali, Primer Ministro de Etiopía, por sus trabajos en favor de la cooperación internacional y de la resolución del conflicto originado entre su país y la vecina Eritrea, a la que procuró acercarse nada más acceder al cargo en abril de 2018. Tres meses después, se entrevistó en Asmara con el Presidente Isaías Afwerki para poner fin al estado de guerra en el que se hallaban ambos países desde los duros enfrentamientos acaecidos entre 1998 y 2000.

Logró, de este modo, que se abriesen las respectivas embajadas, se reanudasen las conexiones aéreas y volviesen a encontrarse las familias dispersas. Sin embargo, las divergencias no han quedado plenamente resueltas, ya que la frontera permanece cerrada y Etiopía sigue sin tener acceso a los puertos eritreos, tal como era su deseo. No reina, pues, una paz total, pero el Comité que concede el Nobel ha entendido que el proceso va por buen camino y que la concesión del galardón será un estímulo para que prosigan los esfuerzos en pro de la reconciliación.

El actual Premier no tuvo que habérselas únicamente con la grave situación existente en política exterior, sino también con las divisiones internas, que su antecesor Hailemariam Dessalegn había gestionado con poco acierto. Abiy creó una comisión de reconciliación nacional, liberó a centenares de presos políticos y firmó acuerdos con grupos rebeldes, incluido el Frente Popular de Liberación de Oromo (FLO), secesionista y armado, que viene luchando contra el poder central desde la década de los 70.

El Primer Ministro mantiene, además, el propósito de convocar elecciones democráticas en mayo de 2020 y ha puesto al frente de la comisión electoral a una de los líderes de la oposición, a Birtukan Mideksa. Gestos de este tipo se han prodigado desde que asumió el cargo, tal vez porque Abiy proviene de un grupo étnico que, aun siendo muy numeroso, ha estado notoriamente marginado: los oromo.

Al configurar su gobierno, confió importantes carteras ministeriales a mujeres, como, por ejemplo, las de Defensa e Interior, e hizo cuanto estuvo a su alcance para que la diplomática Sahle-Work Zewde fuese Presidenta de la nación y la abogada Meaza Ashenafi, nominada para el Premio Nobel de la Paz 2005, del Tribunal Supremo de Justicia.

Por otra parte, Abiy contribuyó enormemente a que el cisma existente en la Iglesia ortodoxa Tewahedo, la más numerosa en Etiopía, con treinta y ocho millones de fieles, finalizase pacíficamente. Después de veintisiete años de ruptura, los jerarcas de los dos sínodos en que se había dividido la Iglesia, el de Addis Abeba y el del exilio, retiraron las recíprocas excomuniones y suscribieron una declaración en quince puntos con la que se restablecía nuevamente la comunión eclesial.

¿Y quién es este sembrador de paz y de justicia social? Abiy Ahmed Ali es el decimotercer hijo de un musulmán, que tenía varias esposas, y el sexto de una cristiana. Su padre era del grupo étnico oromo y su madre del amhara. Una familia pobre. La mujer de Abiy es también amhara. La conoció cuando servían ambos en el ejército etíope.

Abiy siguió la religión de su madre, es decir, la cristiana, pero abandonó la Iglesia ortodoxa etíope para hacerse pentecostal. Es miembro muy activo de la Full Gospel Believers Church, fundada en 1967, y es muy conocido en los círculos pentecostales de Europa, sobre todo en Suecia. Él no declara su fe religiosa en público, pero envía constantemente mensajes a los cristianos del país para que superen las rivalidades étnicas, y, en el mes de enero pasado, durante la audiencia que le concedió el Papa en el Vaticano, Abiy confesó que siente un aprecio enorme por la extraordinaria labor educativa y asistencial que realizan las instituciones católicas.

Y así, con la concesión del Premio Nobel de la Paz de este año a Abiy Ahmed Ali y el del año pasado al ginecólogo congoleño Denis Mukwege, también pentecostal, por su lucha contra la explotación sexual como arma de guerra, se ve cuán importante sigue siendo el cristianismo en África como garante de la libertad, la justicia y el progreso.

La Nueva España, domingo 20 de octubre de 2019, p. 37



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